Llewelyn Powys
Un viajero que recorriera los acantilados de Dorset dejándose llevar por el azar de los caminos, podría encontrarse a la altura de Chaldon Herring con el túmulo funerario que recuerda que allí, en ese paraje, como si hubiera querido contemplar para siempre el mar, descansan las cenizas de Llewelyn Powys. Pero ¿quién fue Llewelyn Powys? Se podrían aportar muchos datos sobre su vida, que transcurrió entre su Inglaterra natal y los Estados Unidos, donde ejerció de lector y colaborador en prensa, con estancias también en África, donde fue granjero en los años de la Primera Guerra Mundial, algunos viajes a Palestina, y al Caribe y Suiza, donde pasará sus últimos años de vida. Sin embargo, lo más destacado de su vida fue su vinculación con Dorset, con sus colinas y acantilados; en segundo lugar, sus relaciones amorosas, principalmente su matrimonio con Alyse Gregory, escritora americana, y su pasión por Gamel Woolsey, quien en 1930, tras separarse de Powys, conocerá al hispanista Gerald Brenan, con quien vivirá en España hasta su muerte; y finalmente, sus especiales vínculos con sus hermanos, sobre todo con John Cowper y Theodore Francis, así como con sus hermanas, Philippa y Gertrude, quienes vivirán en una casa vecina a la granja de Llewelyn en Chydyok. Este tejido familiar de permanente intercambio cultural, sumado al mundo afectivo y amistoso en que se mueven los hermanos Powys – muy del gusto y el aprecio, entre otros, de Henry Miller y de J.L. Borges- será una de las señas de identidad de una obra que constituye un permanente diálogo con un modo de concebir la cultura dentro del respeto y el aprecio, la delicadeza y el intercambio, la pasión y la libertad.
Los Consejos a un joven poeta fueron publicados en 1949, diez años después de la muerte de su autor. Su publicación se debió posiblemente a una sugerencia de Kenneth Hopkins, el joven poeta al que Powys dirige sus cartas. A decir de la escritora Alyse Gregory, esposa de Powys, en el prefacio a la obra «estas cartas, escritas casi siempre de forma precipitada, son rigurosas y sensibles, francas y taimadas, mordaces y sin intención; son extravagantes, despreocupadas y excesivamente civilizadas, y revelan la naturaleza sagaz, poética y magnánima de Powys». La franqueza y la mordacidad que Alyse Gregory señala como características de estas cartas tienen tanto que ver con la personalidad impetuosa como la inmadurez poética de Hopkins. Si nos ponemos en la piel del joven poeta, podremos sentir cómo es fustigado una y otra vez sin mucha piedad –pero siempre con elegancia, sin ensañamiento– por el autor. El contrapeso a toda esa franqueza, que parece sufrir sin desagrado, es todo lo demás: las inteligentísimas observaciones sobre las condiciones para la creación literaria (“debe vivir con una intensidad cinco veces —qué digo, cien veces— más frenética que la de quienes le rodean”; “Si tiene auténtica pasión por la vida, lo demás vendrá solo”; “Lo que realmente hay que hacer en la poesía es redimir la dura realidad”;o, esta vez sí con aires rilkeanos, “construya su vida sobre una base sólida, pero hágalo en su interior, donde nadie lo vea”); las impagables anotaciones sobre el carácter reservado y a la vez generoso de sus hermanos, a quienes el joven poeta desea a toda costa conocer; las recomendaciones literarias, qué autores debe frecuentar y qué otros evitar » Si lee despacio y con inteligencia a Homero, a Lucrecio, a Shakespeare, a Cervantes, a Montaigne y a Rabelais habrá conseguido más salud espiritual de la que habría obtenido después de tres años en la universidad. Si fuera usted, sería muy ecléctico en mis lecturas. Intentaría dejar atrás el gusto por escritores que no son del todo de primera fila; entre ellos situaría sin duda a Belloc, Chesterton, Flecker y Rupert Brooke» ; los pasajes “utilitarios” en los que Powys le pide que le consulte a un colombófilo el precio de una paloma colipava o que le lleve en su próxima visita “dos tortugas de agua negras”; la curiosidad, en fin, que muestra Powys acerca de la incipiente vida amorosa de su pupilo, de la que le pide jugosos detalles.
De las cuarenta y seis cartas que contiene el epistolario, más de la mitad están escritas en Davos, donde acude para aliviar sus dolencias pulmonares. El tema de la salud y su aparición como un decorado de fondo al que se mira siempre de reojo pero que nunca deja de estar ahí, aporta a la segunda mitad de la correspondencia un tono algo diferente, un ritmo más pausado, una dirección más contemplativa. “El arte de la vida consiste en romper el caparazón de nuestro destino y aprender a estar a gusto arriba y abajo, en el este y en el oeste”, dice Powys. Aparecen con más frecuencia descripciones del paisaje, como si el escritor inglés quisiera constatar por medio de sus paseos los progresos de su salud. Hasta la última carta, escrita tres meses antes de morir. Powys fue un filósofo que vivió acorde a sus creencias, un epicureísmo recogido y terruñero, firmemente convencido de que la conquista de la felicidad personal debía ser la verdadera aspiración del hombre en la vida.